Historia de dos ciudades
Su sonrisa iluminó el salón. El tiempo se detuvo, no sé si un segundo o diez minutos.
If I can make it here , I can make it anywhere Me arengué a mí mismo. Acercándome a la barra del bar neoyorquino.
Mi ocurrencia disparó, y ella sonrío. No sé si asentía o no entendía. Pero aquella sonrisa me dio confianza. Era brasileña estudiando inglés en Nueva York, de Belo Horizonte, y que bello horizonte pensaba. Hablamos de todo y nada. Nos quedamos de ver.
Pese a que sabía que no podía pagar el ticket, nos encontramos en Broadway. Ella estaba con amigos y querían ver “El rey León”, yo la quería ver a ella. Pero estábamos en Times Squares, con su gente y todo el mundo interrumpiéndonos. Entonces, acusé una excusa. La verdad era debilidad pensaba ¡ Y que errado que estaba!
Al día siguiente nos vimos en Guggenheim, al fin solos. Caminamos por sus escaleras blancas impolutas. Mientras yo miraba de reojo cada movimiento de su fino y hermoso cuerpo. Jugamos Atari, vimos videos, ojeamos comics, y obras sin entender mucho. Nos reímos de nuestra ignorancia, y abrumados de modernismo partimos a un café en el Uppet West, en la 86 street. Esta vez sería ella quien partiría.
Por la noche quedamos de vernos en un bar en el Lower East Side. Ella llegó tarde. Y luego todo pasó rápido. Apoyado en un pilar pidiendo cerveza, se me acercó con ese semblante irresistible, y nos besamos por primera vez. Sentí pasión, sentí que me quemaba y creí temblar. Luego de ahogarnos en ese delicioso beso. Ella me sonrío, como aquella primera vez. Su sonrisa era como un manantial. Y yo me quería bañar para siempre en ella.
Esto fue un viernes, y ese fin de semana fue de los más lindos que viví. Nos devoramos la ciudad, y a nosotros mismos. Me mostró The High Line, y su vista urbana, mientras el viento del atlántico despeinaba sus castaños pelos. Paseamos por el Chelsea Market, donde tomamos un Pinot Noir de Oregon. Caminamos de la mano. Entramos a tanto museo pudimos. Le expliqué mi atracción por la obra de los neo impresionistas. Me gusta la naturaleza, los colores, lo salvaje le expliqué. Mientras contemplabamos un hermoso retrato de Van Gogh, llenos de puntillismo y colores por Toulouse Lautrec.
Incluso casi fui a la iglesia por ella. La verdad es que hubiera ido, por suerte estaba cerrada.El domingo ya de noche volviendo a su casa la noté rara.
“No te puedo volver a ver. Es muy complicado, muy largo. ” Me dijo
Por supuesto que la pelee, y por supuesto perdí. Pero tampoco tenía sentido. Yo partía el martes. La vuelta al hostal lloré, y maldije la rutina, el trabajo. Quería libertad, debía viajar.
Ya en Chile, tuvimos correspondencia. Yo la invité a Chile, ella respondía distante. Nos alejamos.
El mundial de Brasil me traería después de un año a Belo Horizonte. Pero yo ya estaba unido sentimentalmente a otra persona.
Nos encontramos en Praça Liberdade. Por una extraña razón no estaba nervioso. Ella seguía alegre y chispeante. Me contó camino en auto, a Pampulha, que gracias a su mejoría en el inglés la habían ascendido. Alabó mi portugués. Belo Horizonte me parecía más grande de lo que pensaba, y ella seguía igual como la imaginaba.
Ella se notaba tranquila, y sus ojos me parecían más turquesa que nunca. Como si su Belo Horizonte, le sentará aún mejor. Entramos en el Conjunto Moderno de Pampulha, diseñado por el maravilloso Oscar Niemeyer. Luego caminamos por el borde de La Lagoa, bajo el sonido de los pájaros. El sol empezaba a dar tregua. Y el cielo pasaba de azul a rojo.
No le tuve que preguntar ¿Por que? Ella se adelantó: Cuando nos conocimos en Nueva York, venía de divorciarme y perder un hijo.
Entendí todo.
A la vuelta en auto ya sentía paz. Nos despedimos con un abrazo y me dijo que yo sería siempre Nueva York para ella.
Nunca más la vi, aunque de vez en cuando se me aparece.
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